Los primeros antecedentes del telégrafo se
remontan, sin embargo, a mucho tiempo atrás, bajo distintas formas
rudimentarias de transmisión de mensajes. Ya en 1664 Robert Hooke (1635-1703),
primer teórico de la elasticidad, describió un dispositivo de transmisión de
señales por medio de un semáforo, titulando de manera peculiar su comunicación
así: “medio de dar a conocer el pensamiento a gran distancia”. Esta frase se
repite cuando se inicia más adelante el telégrafo eléctrico, y también se
utiliza en la Argentina al comentarse la inauguración de la transmisión de
mensajes a Europa desde Buenos Aires vía cable transatlántico.
La utilización del telégrafo óptico,
introducido en Francia por Claude Chappe en 1793, se extendió aproximadamente
por medio siglo, conformando las primeras redes de comunicaciones,
principalmente en Francia, Inglaterra, España, Suecia y Prusia.
Hace 200 años, cuando el telégrafo óptico
transmitía un mensaje según la forma que mostraban sus brazos, cualquiera que
conociese el código utilizado podía leer la señal: sólo bastaba con elevar la
mirada. Cuando entonces los niños desarmaban objetos como relojes antiguos o
juguetes a cuerda, aprendían a pensar en partes e interconexiones: en síntesis,
aprendían a ver el mundo a través de una cosmovisión basada en la mecánica, a ver
un mundo formado por resortes, ruedas y palancas. Ya no sucede así. Cuando hoy
día los niños contemplan el interior de un artefacto electrónico, no encuentran
mecanismos a través de los cuales explicar su funcionamiento. Del mismo modo,
los brazos del telégrafo óptico han sido sustituidos por mensajes invisibles
transmitidos por antenas inmóviles.
En ese tiempo, las redes de semáforos eran
monopolizadas por los gobiernos de los respectivos países y fueron usados sólo
de manera restringida para negocios. Alejandro Dumas cuenta en su novela El
Conde de Montecristo cómo el Conde provoca la quiebra de uno de sus
rivales, operador de bolsa, sobornando a un encargado del telégrafo para que
transmita un mensaje falso.
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